SOCRATES
Nacido en Atenas, hijo de Sofronisco, un escultor, y de Fenareta, una comadrona, recibió una educación tradicional en literatura, música y gimnasia. En cuanto a su apariencia, siempre se describe a Sócrates como un hombre rechoncho, con un vientre prominente, ojos saltones y labios gruesos, del mismo modo que se le atribuye también un aspecto desaliñado. Sócrates se habría dedicado a deambular por las plazas y los mercados de Atenas, donde tomaba a las gentes del común (mercaderes, campesinos o artesanos) como interlocutores para someterlas a largos interrogatorios.
Más tarde se familiarizó con la retórica y la dialéctica de los sofistas, las especulaciones de los filósofos jónicos y la cultura general de la Atenas de Pericles. En un principio continuó el trabajo de su padre, e incluso realizó un conjunto escultórico de las tres Gracias que permaneció en la entrada de la Acrópolis ateniense hasta el siglo II a.C. Durante la guerra del Peloponeso contra Esparta, sirvió como soldado de infantería con gran valor en las batallas de Potidea (432-430 a.C.), Delio (424 a.C.) y Anfípolis (422 a.C.).
Todo lo que se sabe con certeza sobre su personalidad y su forma de pensar se extrae de los trabajos de dos de sus discípulos más notables: Platón, que atribuyó sus propias ideas a su maestro, y el historiador Jenofonte, quien quizá no consiguió comprender muchas de las doctrinas socráticas. Platón describió a Sócrates escondiéndose detrás de una irónica profesión de ignorancia, conocida como ironía socrática, y como poseedor de una agudeza mental y un ingenio que le permitían entrar en las discusiones con gran facilidad.
Sócrates creía en la superioridad de la discusión sobre la escritura y por lo tanto pasó la mayor parte de su vida de adulto en los mercados y plazas públicas de Atenas, iniciando diálogos y discusiones con todo aquel que quisiera escucharle, y a quienes solía responder mediante preguntas. Un método denominado mayéutica, o arte de alumbrar los espíritus, es decir, lograr que el interlocutor descubra sus propias verdades. Según los testimonios de su época, Sócrates era poco agraciado y corto de estatura, elementos que no le impedían actuar con gran audacia y gran dominio de sí mismo. Apreciaba mucho la vida y alcanzó popularidad social por su viva inteligencia y un sentido del humor agudo desprovisto de sátira o cinismo.
Aunque fue un patriota y un hombre de profundas convicciones religiosas, Sócrates sufrió sin embargo la desconfianza de muchos de sus contemporáneos, a los que les disgustaba su actitud hacia el Estado ateniense y la religión establecida. Fue acusado de despreciar a los dioses del Estado y de introducir nuevas deidades, una referencia al daemonion, o voz interior mística a la que Sócrates aludía a menudo. También fue acusado de corromper la moral de la juventud, alejándola de los principios de la democracia y se le confundió con los sofista. En su Apología de Sócrates, Platón recoge lo esencial de la defensa que Sócrates hizo de sí mismo en su propio juicio, y que se basó en una valiente reivindicación de toda su vida. Fue condenado a muerte, aunque la sentencia sólo logró una escasa mayoría. Cuando, de acuerdo con la práctica legal de Atenas, Sócrates hizo una réplica irónica a la sentencia de muerte que le había sido impuesta (proponiendo pagar tan sólo una pequeña multa dado el escaso valor que tenía para el Estado un hombre dotado de una misión filosófica), enfadó tanto a los miembros del tribunal que éste decidió repetir la votación, en la que la pena de muerte obtuvo esa vez una abultada mayoría.
Sus amigos planearon un plan de fuga, pero Sócrates prefirió acatar la ley y murió por ello. Pasó sus últimos días de vida con sus amigos y seguidores, y durante la noche cumplió su sentencia, bebiendo una copa de cicuta según el procedimiento habitual de ejecución. Sócrates fue obediente con respecto a las leyes de Atenas, pero en general evitaba la política, refrenado por lo que él llamaba una advertencia divina. Creía que había recibido una llamada para ejercer la filosofía y que podría servir mejor a su país dedicándose a la enseñanza y persuadiendo a los atenienses para que hicieran examen de conciencia y se ocuparan de su alma. Sócrates aparece como el más sabio de los dos personajes porque, por lo menos, él sabe que no sabe nada. Ese conocimiento, por supuesto, es el principio de la sabiduría.
PENSAMIENTO SOCRÁSTICO
Actitud hacia la política
Sócrates fue obediente con respecto a las leyes de Atenas, pero en general evitaba la política, refrenado por lo que él llamaba una advertencia divina. Creía que había recibido una llamada para ejercer la filosofía y que podría servir mejor a su país dedicándose a la enseñanza y persuadiendo a los atenienses para que hicieran examen de conciencia y se ocuparan de su alma. No escribió ningún libro ni tampoco fundó una escuela regular de filosofía.
Enseñanzas de Sócrates
La contribución de Sócrates a la filosofía ha sido de un marcado tono ético. La base de sus enseñanzas y lo que inculcó, fue la creencia en una comprensión objetiva de los conceptos de justicia, amor y virtud y el conocimiento de uno mismo. Creía que todo vicio es el resultado de la ignorancia y que ninguna persona desea el mal; a su vez, la virtud es conocimiento y aquellos que conocen el bien, actuarán de manera justa. Su lógica hizo hincapié en la discusión racional y la búsqueda de definiciones generales, como queda claro en los escritos de su joven discípulo, Platón, y del alumno de éste, Aristóteles. A través de los escritos de estos filósofos Sócrates incidió mucho en el curso posterior del pensamiento especulativo occidental.
El método filosófico socrático: ironía y mayéutica.
El método de Sócrates, según se pone de manifiesto en los primeros diálogos platónicos, se basaba en el diálogo. El diálogo se opone a la elocuencia y a la retórica de los sofistas, que se encerraban en sus discursos, y sitúa a los interlocutores en un mismo plano, lo cual puede interpretarse en el sentido de que la filosofía (la búsqueda de la verdad) no es un producto del pensador solitario, sino el resultado de una tarea colectiva.
El método de la conversación de Sócrates tenía dos momentos: la ironía y la mayéutica (mayéutica significa el arte de la comadrona, de ayudar a dar a luz). Con la ironía se opone a la opinión infundada y a la arrogancia de la conciencia dogmática que cree poseer la verdad. Consistía en hacer preguntas que, bajo la apariencia de tener en alta estima el saber exhibido por el interlocutor, mostraban, en realidad, la inconsistencia del mismo y ponían al interlocutor en la tesitura de tener que reconocer su ignorancia. Con la ironía, Sócrates intentaba minar el obstáculo para la verdad que representa la seguridad con que el hombre común se apoya en las ideas triviales.
El segundo momento del método es la mayéutica, es decir, el arte de ayudar a dar a luz la verdad. Consiste en conducir la conversación de modo que pueda aflorar la verdad del interior de cada uno, donde estaba latente. El hecho de que la verdad procede de nuestro interior significa que no llegamos a poseer de verdad sino aquellas verdades que producimos en nosotros mismos. Esta verdad que se encuentra en el interior de cada hombre no es relativa a cada uno (Sócrates se opone al relativismo sofístico), sino que es común, es verdad en sí. En la mayéutica se trata precisamente de pasar del para mí inicial al en sí. Se trata de buscar la definición (la esencia) de lo que se está considerando. Sócrates preguntaba incansablemente ¿qué es?...la justicia, la felicidad, el bien, etc., para alcanzar, por encima de la pluralidad de casos en que se predica el concepto, con sus interminables diferencias, a la unidad de la definición. (Este procedimiento del diálogo socrático consiste en buscar la definición por medio del razonamiento inductivo. El razonamiento inductivo y la definición son, según Aristóteles, las aportaciones de Sócrates a la filosofía).
El intelectualismo moral socrático
El propósito central de la actividad de Sócrates es moral (sus preguntas se referían siempre a los valores morales): la perfección del individuo. Esta perfección consiste para Sócrates en la autarquía o autodominio. Aquí se constituye el ideal clásico del sabio moral: el héroe no es aquel que vence sobre los demás, sino el que vence sobre uno mismo. El sabio es el que -ordenándose conforme a su inteligencia- se domina a sí mismo; lo cual significa que hay algo en uno mismo -las pasiones- que debe ser dominado o sometido, y cuyo desgobierno acarrea la infelicidad, la imperfección o el mal moral. Para este propósito moral se precisa de un conocimiento distinto de las especulaciones sobre el origen de la realidad natural (fracasadas, por otra parte en los físicos). La mirada no ha de dirigirse hacia fuera y a los comienzos, sino hacia dentro (hacia sí mismo) y hacia los fines (de las acciones, de la vida humana). La filosofía tiene que ser autognosis (conocimiento de sí mismo). Sin el conocimiento moral no hay autodominio. La virtud no se basa en las costumbres, en las convenciones o en los hábitos aprobados por la sociedad, y tampoco en lo que podríamos llamar la buena disposición natural, el buen corazón. Se basa en el conocimiento, en la aprehensión intelectual de los valores. Sócrates trata de someter la vida humana y sus valores a la razón, al igual que los filósofos del período cosmológico habían intentado someter al dominio de la razón el cosmos. Se trata de racionalizar la conducta humana ajustándola a normas
LOS SOFISTAS
Los presocráticos, de los que hemos visto algunas de sus ideas y teorías en anteriores notas, representan uno de los primeros intentos del pensamiento por entender y dar luz al mundo y a la situación del hombre en él. Platón y Aristóteles (de los que, por el contrario, apenas hemos visto nada aún...) simbolizan, a su vez, la evolución y el desarrollo más perfeccionado de dichos intentos; entre ambos grupos aparecen los sofistas y Sócrates (de éste último, inevitablemente, también deberemos comentar algo). Los sofistas, arraigados a Atenas (si bien son, o extranjeros afincados allí, o residentes temporales), florecieron en las décadas finales del siglo V antes de Cristo. Su principal característica es, además de las que veremos a continuación, el trascendental tránsito que supuso desplazar el interés filosófico, centrado en el caso de los presocráticos en la naturaleza y el origen del Cosmos, hasta los problemas más humanos: la religión, la educación, la ética, la política, el arte, el conocimiento, etc.
Este cambio se debió a que, pese a las variadas y originales propuestas de los presocráticos para llegar a conclusiones sobre el mundo o el ser humano, en realidad no fueron capaces de hacerlo, y sus planteamientos proporcionaron quizá aún más preguntas que respuestas. Los sofistas, desencantados ante esta aparente imposibilidad de un conocimiento objetivo y seguro sobre el universo, dieron un giro a la dirección reflexiva dominante e intentaron, centrándose en aspectos más directos y menos abstractos, más humanísticos, por así decir, conseguir algún tipo de resultado específico.
Se suelen presentar a los sofistas como equivocados y desatinados en sus juicios, porque Sócrates y Platón los rebatieron con contundencia; sin embargo, éstos no podrían comprenderse sin la aportación de aquéllos, y si nos centramos en el hecho de que fueron los sofistas quienes permitieron la evolución hacia una filosofía amplia y heterogénea en intereses, entenderemos que, para el concepto de humanismo y cultura, quizá hicieron más los sofistas que los grandes, como Platón o Aristóteles. Así, el término sofista, pese al sentido peyorativo que hoy en día posee, designa un conjunto de filósofos y pensadores revolucionarios, vanguardistas, un movimiento intelectual clave para entender Occidente.
Hay, fundamentalmente, dos generaciones distintas de sofistas: en primer lugar, los sofistas mayores, contemporáneos de Sócrates, que florecieron con anterioridad a la guerra del Peloponeso (431-404 antes de Cristo, la cual cristalizó con la rendición de Atenas ante Esparta): Protágoras, Gorgias, Hipias, Pródico. Los sofistas menores son discípulos de los anteriores, y destacan por la radicalidad de sus concepciones y sus enseñanzas, en armonía quizá con el ambiente de decandencia impuesto tras la caída de Atenas.
Una forma de entender la sofística es echar un vistazo a las modificaciones sociales, económicas y políticas que sufrió Grecia en tiempos de los sofistas (nos guiamos, en lo sucesivo, por la obra monumental de W.C. Guthrie Historia de la Filosofía Griega).
Tengamos en cuenta que en esta época el comercio experimenta un auge importante, y los griegos empiezan a tener relaciones con otros pueblos, cuyas costumbres y leyes difieren de las suyas. Además, las creencias, la religión, y los valores que hasta entonces se consideraban universales e irrefutables empiezan a ser discutibles; el intercambio cultural conlleva, por lo tanto, la crítica a los preceptos tradicionales, a las instituciones y las formas de gobierno dominantes. Nace entonces el relativismo, la percepción de que lo nuestro, lo que nos identifica como pueblo no es necesariamente lo mejor, sino que se integra como parte del entramado cultural humano, en el que pueden haber otras formas de vivir y entender el mundo completamente diferentes (y, quizá, más provechosas y útiles para nosotros mismos). Ligado al relativismo toma cuerpo también la idea del cosmopolitismo, forjado por el aprecio de los sofistas y los intelectuales a otras formas de vida y el desapego a sus propias raíces. El cosmopolitismo es la certeza de pertenecer a un orden más amplio y trascendente, no cercado por los chovinismos provinciales, sintiéndonos ciudadanos del kosmos y percibiéndonos como seres sin patria más que la cósmica.
Una característica curiosa de los sofistas era la de exigir una retribución por sus enseñanzas. Hasta entonces, los filósofos eran aristócratas con un alto nivel de vida, cuyas libertades profesionales les dejaban tiempo más que suficiente para dedicarse a la reflexión; la plebe, por el contrario, tenía que trabajar duro para su subsistencia, y no se dedicaba a tales menesteres intelectuales. Así, la filosofía estaba ligada al poder aristócrata, pero gracias a la irrupción de la democracia se inició una etapa nueva, en la que las gentes menos instruidas podían, a cambio de una compensación económica, ser instruidas y formadas por los educadores. Éstos fueron los sofistas, por supuesto, quienes, al carecer de las ventajas de la vida aristócrata, necesitaban ver retribuidas sus enseñanzas. De este modo, el papel del sofista es doblemente importante: por un lado, transforma el ideal de filósofo y, por otro, permite que las clases menos pudientes puedan tener acceso a la sabiduría y lograr así una cualificación intelectual que, hasta su época, estaba sido reservada a las famílias griegas ilustres. Para Platón los sofistas no eran más que "cazadores de jóvenes ricos", pero Platón era un aristócrata, y poseía de todos los recursos posibles para su formación. Parece como si Platón no fuera capaz de ver que quienes no poseían su fortuna podían, sin embargo, tener sus mismas ansias de conocimiento y sabiduría.
Otras importantes cualidades de los sofistas eran el empleo de la retórica y su ateísmo. Los sofistas eran maestros en retórica porque se juzgaba (tanto entonces como ahora) que, en política, era absolutamente fundamental saber hablar con elocuencia y persuadir a las gentes. Quienes dominaran la palabra dominarían al pueblo. El ateísmo sofista, por su parte, ejemplificado en figuras como Protágoras, Critias o Diágoras de Melos, fue peligroso porque relativizaba creencias tradicionales muy arraigadas, lo que implicaba poder ser acusado, con bastante facilidad, de impiedad, con el consiguiente destierro o, incluso, una condena a muerte. Diágoras resumía sucintamente el punto de vista sofista sobre la divinidad de la forma siguiente: "si la inmoralidad puede permanecer impune, ¿para qué creer en dioses que velan la virtud humana?".
Los sofistas, al estrenar de manera racional el análisis de asuntos políticos y éticos, creyeron necesario establecer una neta separación entre las normas que son producto de la naturaleza, de las leyes naturales -la physis, en definitiva- y las establecidas por el ser humano, convencionales y arbitrarias -nomos-. Aquéllas eran, digámoslo así, absolutas; éstas, relativas. ¿De qué sirven los pactos éticos, las leyes políticas, si no están orientadas hacia la justicia y el respeto por los seres humanos? Por muy provechosa que pueda ser la convención de la esclavitud para algunos, es una convención contraria a la naturaleza (como sostenía Hipias, otro importante sofista), no sólo por su carácter inhumano, sino también porque establece diferencias inaceptables entre los propios hombres.
Cabe mencionar también el hecho de que la guerra del Peloponeso supuso una confrontación tan terrible que esquilmó el antiguo carácter abierto de la cultura griega, cercenando todo principio ético en el que basar las acciones humanas. La moral ya no servía ni era útil en un mundo que carecía de toda moral. Prevalecía, en cambio, la ley del más fuerte; quienes poseyeran la fuerza para actuar no necesitaban ninguna justificación, puesto que si no había justificación alguna que orientase éticamente nuestras vidas, al ser las leyes éticas puras convenciones, ¿con qué objeto justificar entonces nuestro comportamiento? Pese a que los sofistas pensaban que los seres humanos eran iguales por naturaleza, algunos de ellos, como Gorgias, encontraron en la ley del más fuerte una justificación por la cual el más fuerte podía someter al más débil. El fin, para ellos, justificaba los medios.
Los sofistas sufrieron fuertes críticas por sus posturas intelectuales. Algunas de ellas resultaron bastante pertinentes (por ejemplo, las de Platón ante sus concepciones éticas y políticas y el relativismo epistemológico). Pero pese a estas coherentes objecciones ante las escépticas y no siempre convincentes asunciones de los sofistas (aunque podemos comprenderlas mejor si las asociamos al ambiente político-social de la época), cabe defenderlos por muchos motivos: porque fueron los primeros profesores de Occidente, abriendo así el saber a otras clases sociales, porque tuvieron la osadía y el valor de criticar la esclavitud y apoyar la libertad de expresión y porque expandieron enormemente el horizonte de la filosofía. El término sofista, denigrado hasta equivaler a "embaucador" ya en tiempos de Sócrates, esconde el verdadero significado original de la palabra: un sofista es todo aquél capaz de hacer profesión de la enseñanza de la sabiduría.
Este cambio se debió a que, pese a las variadas y originales propuestas de los presocráticos para llegar a conclusiones sobre el mundo o el ser humano, en realidad no fueron capaces de hacerlo, y sus planteamientos proporcionaron quizá aún más preguntas que respuestas. Los sofistas, desencantados ante esta aparente imposibilidad de un conocimiento objetivo y seguro sobre el universo, dieron un giro a la dirección reflexiva dominante e intentaron, centrándose en aspectos más directos y menos abstractos, más humanísticos, por así decir, conseguir algún tipo de resultado específico.
Se suelen presentar a los sofistas como equivocados y desatinados en sus juicios, porque Sócrates y Platón los rebatieron con contundencia; sin embargo, éstos no podrían comprenderse sin la aportación de aquéllos, y si nos centramos en el hecho de que fueron los sofistas quienes permitieron la evolución hacia una filosofía amplia y heterogénea en intereses, entenderemos que, para el concepto de humanismo y cultura, quizá hicieron más los sofistas que los grandes, como Platón o Aristóteles. Así, el término sofista, pese al sentido peyorativo que hoy en día posee, designa un conjunto de filósofos y pensadores revolucionarios, vanguardistas, un movimiento intelectual clave para entender Occidente.
Hay, fundamentalmente, dos generaciones distintas de sofistas: en primer lugar, los sofistas mayores, contemporáneos de Sócrates, que florecieron con anterioridad a la guerra del Peloponeso (431-404 antes de Cristo, la cual cristalizó con la rendición de Atenas ante Esparta): Protágoras, Gorgias, Hipias, Pródico. Los sofistas menores son discípulos de los anteriores, y destacan por la radicalidad de sus concepciones y sus enseñanzas, en armonía quizá con el ambiente de decandencia impuesto tras la caída de Atenas.
Una forma de entender la sofística es echar un vistazo a las modificaciones sociales, económicas y políticas que sufrió Grecia en tiempos de los sofistas (nos guiamos, en lo sucesivo, por la obra monumental de W.C. Guthrie Historia de la Filosofía Griega).
Tengamos en cuenta que en esta época el comercio experimenta un auge importante, y los griegos empiezan a tener relaciones con otros pueblos, cuyas costumbres y leyes difieren de las suyas. Además, las creencias, la religión, y los valores que hasta entonces se consideraban universales e irrefutables empiezan a ser discutibles; el intercambio cultural conlleva, por lo tanto, la crítica a los preceptos tradicionales, a las instituciones y las formas de gobierno dominantes. Nace entonces el relativismo, la percepción de que lo nuestro, lo que nos identifica como pueblo no es necesariamente lo mejor, sino que se integra como parte del entramado cultural humano, en el que pueden haber otras formas de vivir y entender el mundo completamente diferentes (y, quizá, más provechosas y útiles para nosotros mismos). Ligado al relativismo toma cuerpo también la idea del cosmopolitismo, forjado por el aprecio de los sofistas y los intelectuales a otras formas de vida y el desapego a sus propias raíces. El cosmopolitismo es la certeza de pertenecer a un orden más amplio y trascendente, no cercado por los chovinismos provinciales, sintiéndonos ciudadanos del kosmos y percibiéndonos como seres sin patria más que la cósmica.
Una característica curiosa de los sofistas era la de exigir una retribución por sus enseñanzas. Hasta entonces, los filósofos eran aristócratas con un alto nivel de vida, cuyas libertades profesionales les dejaban tiempo más que suficiente para dedicarse a la reflexión; la plebe, por el contrario, tenía que trabajar duro para su subsistencia, y no se dedicaba a tales menesteres intelectuales. Así, la filosofía estaba ligada al poder aristócrata, pero gracias a la irrupción de la democracia se inició una etapa nueva, en la que las gentes menos instruidas podían, a cambio de una compensación económica, ser instruidas y formadas por los educadores. Éstos fueron los sofistas, por supuesto, quienes, al carecer de las ventajas de la vida aristócrata, necesitaban ver retribuidas sus enseñanzas. De este modo, el papel del sofista es doblemente importante: por un lado, transforma el ideal de filósofo y, por otro, permite que las clases menos pudientes puedan tener acceso a la sabiduría y lograr así una cualificación intelectual que, hasta su época, estaba sido reservada a las famílias griegas ilustres. Para Platón los sofistas no eran más que "cazadores de jóvenes ricos", pero Platón era un aristócrata, y poseía de todos los recursos posibles para su formación. Parece como si Platón no fuera capaz de ver que quienes no poseían su fortuna podían, sin embargo, tener sus mismas ansias de conocimiento y sabiduría.
Otras importantes cualidades de los sofistas eran el empleo de la retórica y su ateísmo. Los sofistas eran maestros en retórica porque se juzgaba (tanto entonces como ahora) que, en política, era absolutamente fundamental saber hablar con elocuencia y persuadir a las gentes. Quienes dominaran la palabra dominarían al pueblo. El ateísmo sofista, por su parte, ejemplificado en figuras como Protágoras, Critias o Diágoras de Melos, fue peligroso porque relativizaba creencias tradicionales muy arraigadas, lo que implicaba poder ser acusado, con bastante facilidad, de impiedad, con el consiguiente destierro o, incluso, una condena a muerte. Diágoras resumía sucintamente el punto de vista sofista sobre la divinidad de la forma siguiente: "si la inmoralidad puede permanecer impune, ¿para qué creer en dioses que velan la virtud humana?".
Los sofistas, al estrenar de manera racional el análisis de asuntos políticos y éticos, creyeron necesario establecer una neta separación entre las normas que son producto de la naturaleza, de las leyes naturales -la physis, en definitiva- y las establecidas por el ser humano, convencionales y arbitrarias -nomos-. Aquéllas eran, digámoslo así, absolutas; éstas, relativas. ¿De qué sirven los pactos éticos, las leyes políticas, si no están orientadas hacia la justicia y el respeto por los seres humanos? Por muy provechosa que pueda ser la convención de la esclavitud para algunos, es una convención contraria a la naturaleza (como sostenía Hipias, otro importante sofista), no sólo por su carácter inhumano, sino también porque establece diferencias inaceptables entre los propios hombres.
Cabe mencionar también el hecho de que la guerra del Peloponeso supuso una confrontación tan terrible que esquilmó el antiguo carácter abierto de la cultura griega, cercenando todo principio ético en el que basar las acciones humanas. La moral ya no servía ni era útil en un mundo que carecía de toda moral. Prevalecía, en cambio, la ley del más fuerte; quienes poseyeran la fuerza para actuar no necesitaban ninguna justificación, puesto que si no había justificación alguna que orientase éticamente nuestras vidas, al ser las leyes éticas puras convenciones, ¿con qué objeto justificar entonces nuestro comportamiento? Pese a que los sofistas pensaban que los seres humanos eran iguales por naturaleza, algunos de ellos, como Gorgias, encontraron en la ley del más fuerte una justificación por la cual el más fuerte podía someter al más débil. El fin, para ellos, justificaba los medios.
Los sofistas sufrieron fuertes críticas por sus posturas intelectuales. Algunas de ellas resultaron bastante pertinentes (por ejemplo, las de Platón ante sus concepciones éticas y políticas y el relativismo epistemológico). Pero pese a estas coherentes objecciones ante las escépticas y no siempre convincentes asunciones de los sofistas (aunque podemos comprenderlas mejor si las asociamos al ambiente político-social de la época), cabe defenderlos por muchos motivos: porque fueron los primeros profesores de Occidente, abriendo así el saber a otras clases sociales, porque tuvieron la osadía y el valor de criticar la esclavitud y apoyar la libertad de expresión y porque expandieron enormemente el horizonte de la filosofía. El término sofista, denigrado hasta equivaler a "embaucador" ya en tiempos de Sócrates, esconde el verdadero significado original de la palabra: un sofista es todo aquél capaz de hacer profesión de la enseñanza de la sabiduría.